Mírenla. Está ahí, aturdida y melancólica, esperando que
un príncipe bonachón la venga a buscar.
Pero quién querría eso.
Sus caderas no
son estrechas, sus labios son finos, su cabello se desliza por su clavícula,
por sus omoplatos, por los vértices de su figura desdibujada en la penumbra.
Sus ojos son tan oscuros como esta cueva. Pero hay un pozo, quizás más profundo
que mis entrañas, más allá de sus pupilas. Y ella no para de tirar de la
cuerda, la cordura que le falta, de un cubo que no tiene agua, sino nostalgia
robada de mis ganas de vivir que sólo logran matar a todo aquel que me observe
pasar.
No se le puede culpar de nada a un miedo tan desdichado como el suyo.
No
tengo espada ni capa. Lo más horrible, es que no tengo palabras con las que
hablarle. Hablarle de mi eterna soledad, de los días nublados en los que no se
puede volar, de mil amaneceres que tantos no se paran a observar. Le quise
hablar de lo frágil que es el mundo, que puede destruirse con una llamarada que
pueda yo soltar.
Si aquí no hay luz donde mostrar cuán perfecta son las
elevadas comisuras de sus labios, ocultas tras su llanto. Si no puedo abrazarla
sin dañarla, si no puedo besarla sin que mi fuego la consuma. Porque soy un
dragón, enorme, necio, de corazón grande pero sentimientos pequeños. Que podría
retenerla contra toda razón, pero qué sería de su felicidad entonces. Si sólo
la hago llorar, diminutas gotas saladas que brotan sin medida por sus pómulos,
que descienden por sus mejillas, que se pierden en el suelo pero que las
volveréis a encontrar si miráis en mi vacío.
No somos, ni seremos, porque si
pudiese entender mi mirada, no se apegaría a una esquina, cesaría el llanto,
comprendería mis intenciones. Pero en este cuento, la intención no vale.
El
príncipe se aproxima, puedo sentir su respiración acelerada y sus largas
zancadas. La princesa se levanta, alarmada, advirtiendo su llegada. Es por ello
que no evito que pida auxilio, que intente huir, y cuando el príncipe aparece,
ella derrama lágrimas de alivio. De pronto sonríe, la cueva se llena de luz que
nunca tengo el valor de contemplar. Su príncipe levanta la espada aprovechando
mi distracción, ésta se clava sobrepasando las escamas y llegando al corazón.
La sangre brota, la princesa grita asustada, yo derrocho tristeza por los ojos
porque ésta me inunda, de mi sangre nace una rosa con los pétalos igual de
rojos, sin espinas, como yo. Una rosa es lo único bueno que puedo ofrecer,
porque lo demás es de príncipes. Mi vista se nubla. Mis ojos se cierran.
Pero mi corazón quedará abierto.
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