Porque, ya sabéis, hay gente que se abre el pecho
y se destripa el alma cada madrugada a las 6, todos los atardeceres con la cara sonrojada,
una acumulación de la sangre derramada en todas las guerras existentes.
Pero yo no tenía tantas combinaciones de llaves para una sola coraza,
tampoco el tiempo de estar construyendo en una fábrica mental una jaula muy bonita.
Yo siempre había preferido amar lo etéreo y lo eterno.
Con un acento y una ene de diferencia.
Yo era más de apreciar cosas matemáticamente perfectas como la música,
inalcanzables como el azul del mar o el amarillo de la Luna.
Yo era más de amar canciones de The XX y de Yann Tiersen y de Crystal Castles.
Más de apreciar los labios a distancia, los abrazos que no te oprimían los omóplatos
ni te destrozaban las alas que nunca tuviste, pero que casi.
Porque casi no existes, y si no eres ni estás entonces pueden crearte y hacerte perfecta.
También amaba personas. Pero por lo general, todas estaban bajo tierra
junto a las raíces de los árboles y el agua correteando.
Siempre decía que el amor tenía dos factores:
la carencia de cualquier tipo y la imposibilidad.
A mí me querían demasiado,
me necesitaban demasiado
y juntar ambos verbos me hacía tiritar del miedo,
me hacía apretar la mandíbula y soltar algún que otro manotazo
y soltar con un grito <<¡No soy una mitad extraviada!>>.
Les costaba entender que no era propiedad, que no se podía vivir
donde había sequía e insolaciones a causa de un precioso Sol.
No necesitaba más que el atardecer en verano,
un mar en vez de ojos, una sonrisa con curvas mortales
(no importaba quién fuese el culpable).
Así que cuando todo explotó por los aires como una película de alto presupuesto
nacieron galaxias y no mariposas, no era rojo en las mejillas sino unos ojos acuarela.
Yo sabía que no era enamorarse, era enamorirse.
Sentí que moría por decimosexta vez, más que morar por la laguna Estigia.
No quería el recipiente, el tetrabick de la leche ni un montón de carne.
Sólo quería amar cosas etéreas,
pero es que ese cuerpo sólido moriría algún día
tal y como yo había muerto en mi portal,
en la acera, leyendo un libro, rompiendo auriculares,
ventrículos, rayuelas, Magas que nunca existieron.
Comía, dormía, sonreía, pensaba, ya sabéis. Ya nadie está loco,
no hay personajes de Shakespeare vivientes ni hechos reales basados en guiones.
Yo daba un ligero beso en la mejilla y me apartaba sofocada,
las malas costumbres nunca cambiarían.
Pensé que todos queríamos a alguien cuyos demonios se entendiesen con los nuestros
aunque fuésemos nosotros el demonio y nuestro cuerpo la persona
con ojos, boca, clavícula, columna vertebral y unos pies para, ya sabéis, perseguir sueños.
Pero no me hacía falta. De verdad, aún siendo mitad era un círculo redondo,
sin brechas, las grietas siempre internas. Sabía que si me congelaba
sería de dentro para fuera a causa de la carcasa térmica.
No necesitaba dolor ni películas. Yo ya creaba películas y todo lo importante
en una hoja en blanco y un lápiz, fáciles de destrozar.
Supongo que ya sabéis como sigue.
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